martes, 23 de octubre de 2012

Ehla

La mañana era soleada en el Casco Oval. Hacía una temperatura ideal para el gusto de Ehla. Llevaba un blusón blanco de seda vaporosa, y su pelo castaño le caía en cascada hasta la cintura. El Trono Diestro, hecho de piedra bañada en plata, era muy incómodo, y Ehla Hardway se movía inquieta en él mientras escuchaba las réplicas de los campesinos. O hacía que las escuchaba. Miró a su derecha, y allí seguía su padre, con la cabeza apoyada en el brazo y un gesto de completo agotamiento.
La sala de audiencias era una de las más grandes del castillo. Los tapices cubrían las paredes, y las alfombras hacían lo mismo con los suelos. Desde el punto de vista del pueblo, el Trono Diestro se encontraba a la derecha del Trono del Rey, y el Trono Zurdo, a su izquierda. Éste último, de piedra recubierta de cobre, lo ocupada Ginger Hardway, la pequeña Ginger, dónde hace un par de años había estado sentada Ehla. Wrinn Hardway, señor legítimo del Casco Oval y rey de Sol Naciente, así como padre de Ehla y Ginger, atendía las quejas de los campesinos lo mejor que podía. Algunos pedían más tierras para cultivar porque no podían mantener a su familia sólo con las que tenían, según decían.
-Mujer, siento decirte que el reino no posee tierras suficientes para entregar a todo el que las pide –respondió el rey, después de hacer una larga pausa y meditar la respuesta-.
No le faltaba verdad: Si tuvieran que dar un pedazo de terreno a cada ciudadano que las necesita, tendrían que haber comenzado hace muchos años a repartir trozos del mar.
-Si mi señor permite una pregunta... –preguntó Ehla con cortesía. La habían enseñado cómo dirigirse a su padre durante una audiencia-
-Adelante –asintió Wrinn-.
-¿Tienes horno en tu casa? –preguntó a la mujer-
Ésta pareció no comprender la pregunta, pero respondió igualmente.
-Sí, mi señora.
-Tú, que cultivas y vendes trigo, podrías probar a hacer pan, que se vende más caro que el trigo, y así conseguir un poco más de dinero sin necesidad de tener más tierras.
La mujer titubeó un instante. Su padre la miró. Al parecer le había gustado su propuesta. La campesina se arrodilló ante Ehla.
-Muchas gracias, mi señora. Que los dioses la guarden.
Ella asintió, dando por terminado el tema. Maur Slater, el general de la guardia del rey, despidió a los demás ciudadanos, diciéndoles que volviesen en la siguiente audiencia si no les había dado tiempo a explicar sus cuestiones. Cuándo en la sala sólo quedaban los guardias, Wrinn se levantó, y Ehla y Ginger le imitaron.
-Lo has hecho muy bien, Ehla –le dijo su padre tomándole una mano-. Estoy seguro de que serás una gran reina –le acarició la mano con una sonrisa gentil-.
Hacer que su padre se sintiese orgulloso de ella era una de las cosas más fáciles que conseguía, pero no por ello le agradaba menos. Le devolvió la sonrisa.
-Todavía faltan muchos años para eso, padre.
-Puede que no tantos, pequeña –le depositó un beso en la frente y se alejó junto a Maur-.
El rey se empeñaba en llamarla pequeña, aunque Ehla se sentía mucho más mayor que sus dieciséis años. Las prematuras muertes de su madre y su hermano la habían hecho madurar antes de tiempo. Melissa Erbey, la difunta reina de Sol Naciente, murió de una enfermedad cuándo Ehla tenía doce años, y Ginger tan sólo era un bebé. Su hermano, el que iba a ser rey, Terry Hardway, les dejó hará sólo dos años, cuándo su padre decidió llevarlo de caza a lo grande. Wrinn regresó a casa con un saco lleno de gansos salvajes... Y con el cuerpo inerte de su hijo en brazos. Nunca podría olvidar el frío tacto de Terry al acariciarle la mejilla, cuando lo tendieron en su cama. Ehla apartó la mano al instante. No quería recordar a su hermano así, áspero, reacio a las caricias. No. Ella quería recordar al hermano que la abrazaba cuándo lo necesitaba, al chico alegre que le respondía cualquier pregunta curiosa que pudiese tener una niña pequeña con una sonrisa. Aquel Terry que le tendía la mano para levantarse cada vez que se caía. Ese día, Ehla lloró. Lloró hasta quedarse sin lágrimas durante días, al pie de la cama de su hermano, aun cuando él ya descansaba bajo tierra. No tuvo el valor para preguntar de qué había muerto hasta pasadas dos semanas de que enterraran el cuerpo de Terry.
-Fue un grupo de asaltantes, Lady Ehla. Tu hermano murió de una puñalada en el vientre –le explicó Maur Slater con una mano en su hombro y voz tierna. Ella se reconfortó al escuchar que cada uno de los bandidos habían sido asesinados, aunque eso no valdría para recuperar a su hermano-.
Maur había acompañado a su padre en todos los momentos dolorosos de su reinado. Cuando Melissa murió, todo el reino se cubrió de negro, mostrando su pésame. Lords y ladies de todo Sol Naciente acudieron al Casco Oval para expresar sus respetos ante la difunta y su familia. “Los dioses siempre se llevan a las mejores personas”, “siento mucho tu pérdida” o “comparto tu pesar” eran frases que Ehla había escuchado cientos, sino miles de veces a lo largo de toda su vida.
Al perder a ambos, juró acuchillada sobre la tumba de su madre que cuidaría de Ginger y la protegería de todo mal. Quizá juró más de lo que podía cumplir. Proteger a alguien de los males que se habían llevado tanto a su madre como a su hermano eran asuntos de los que sólo se podía encargar el Dios Negro.
Ehla avanzó hasta encontrarse al lado de su hermana.
-Algún día tú te sentarás en el Trono Diestro –le dijo-, y aconsejarás al rey como yo aconsejo a padre. Sé que lo harás incluso mejor que yo.
Le pasó un brazo por la cintura, abrazándola. Ginger arqueó una ceja, pero le dedicó una sonrisa amable. No se lo creía. No creía que ella fuese a ocupar ese trono, ni ningún otro. Su dulce hermana, de no más de seis años, era muda de nacimiento. Según dijo la matrona, tenía un problema en la garganta que no le permitía emitir sonidos. Era una afonía eterna. Con el paso de los años, había aprendido a comunicarse con gestos, y ha escribir y leer mejor que nadie, ya que no podía hablar. A veces, cuando lo que quería decir era muy complejo, alcanzaba un pergamino y lo escribía. Su grafía era excepcional.
Siempre llevaba un pergamino con ella, y había plumas y tinta esparcidos por todo el castillo.
“Mi familia no tiene buena fortuna –pensó mientras acariciaba uno de los tapices de la pared-. ¿Qué habrán hecho otras generaciones para que los dioses maltraten tanto a la nuestra?”
Ehla sentía a menudo que alguna fuerza extraña quería dejar el trono sin herederos. Por las noches tenía pesadillas, horribles pesadillas. Un hombre entraba en la fortaleza, y mataba a su padre, después a ella, a Ginger y a toda la guardia real. Los gobernantes de reinos vecinos y los familiares de las familias Hardway y Erbey se enzarzaban en guerras para disputarse el Trono del Rey. Sol Naciente ardía en llamas, y el alma de Ehla lo observaba todo desde las nubes. Entonces se despertaba entre sudores y sollozos, algunas veces también con fiebre. Su doncella acudía veloz a su encuentro y le ponía paños húmedos en la frente, con palabras tranquilas y pausadas que intentaban calmarla.
Después de la audiencia, paseó por el patio junto a Ginger. Ésta la zarandeó del brazo y señaló al cielo, apremiante. Quería que Ehla mirase. Y miró.
-Un águila real –dijo. Apartó la vista del águila para mirar a los ojos castaños de su hermana-. ¿Te gusta? –Ginger asintió con energía. El ave se alejó volando, planeando con sus enormes alas-
Más tarde, por la noche, ya acostada sobre el colchón de su cama, Ehla no conseguía dormir, y no hacía más que darle vueltas a aquel día, como siempre hacía. A su hermana siempre le habían gustado las aves, pero hacía poco caso a las que tenían en el castillo, encerradas en grandes jaulas de hierro. Sin embargo, se ponía eufórica cada vez que veía una volando con las alas extendidas.
“Están en jaulas –meditó Ehla a la vez que conciliaba el sueño-, los otros vuelan en libertad... Eso es. Libres, son libres. Mi hermana también quiere volar fuera de su jaula.”

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