miércoles, 7 de noviembre de 2012

Dymas

Se empezaba a levantar un ligero viento. Dymas miró al cielo.
“Espero que no se avecine tormenta.”
Unas nubes grises amenazaban en el horizonte, pero no parecía que quisieran acercarse.
-¿Padre? –la voz de Zachary sacó al hombre de sus pensamientos. Desvió la mirada hacía la de su hijo- ¿Has visto algo?
No recordaba cuánto tiempo había estado mirando al cielo.
-Nada que se pueda cazar, Zach –él y sus dos hijos habían salido de caza, pero no estaba siendo muy productiva. Los pájaros echaban a volar en cuanto Ellias se acercaba un poco a sus árboles, era un chiquillo de pisadas fuertes. Los ciervos mantenían una distancia prudencial entre el grupo y su piel, de manera que no podían alcanzarlos de no ser con flechas, y ni Zachary ni Ellias eran lo suficientemente certeros como para disparar al animal. Era su día de caza, no podía ensuciarse las manos él-. Sólo son nubes.
El más mayor de sus hijos también alzó la mirada, intentando adivinar qué miraba que tan ensimismado le tenía, qué pasaba por su cabeza.
-¿Crees que deberíamos volver? –le preguntó-
Dymas buscó a Rhys Rothe con la mirada, y ahí estaba, cerca de él, a su derecha, así que no tuvo que buscar mucho. Rhys había escuchado la corta conversación, y sabía que la pregunta era para él.
-Sólo son nubes, Lord Dymas –repitió con una sonrisa-. Pero nubes que quizá traigan lluvia.
Lo más prudente sería dar por concluido el día de caza, y Dymas Erbey siempre hacía lo correcto. Miró a Ellias, que seguía con la mirada un grupo de aves volar entre los árboles. Cabalgó hasta situarse a su lado y le puso una mano en el hombro.
-Volveremos otro día, ¿de acuerdo?
A veces, a Ellias se le veía tan ausente que Dymas dudaba que estuviera escuchando. Era como si tuviera su propia musiquita en la cabeza y no oyese nada más. Tardaba un rato en reaccionar, pero siempre acababa haciéndolo.
-¿Me lo prometes? –pidió con su vocecita aguda, esa que tanto enternecía a su padre, una voz de un niño de cinco años-
-Te lo prometo –asintió-.
Y de verdad quería poder cumplirlo. Incluso estando en el corazón del bosque, podía ver a lo lejos las murallas de la fortaleza de Rivedey, alzándose amenazadoras. Entre ellas, Dymas se sentía seguro, y lo que era más importante, sentía seguros a sus hijos y a su esposa. Regresaron al castillo, y a medida que se acercaban, las murallas se hacían más y más altas. Cierto día, parecido a aquel, cuándo Ellias aun no había nacido, Zach miró los muros con curiosidad.
-Papá –le llamó-, ¿cómo consiguen los pájaros llegar ahí arriba? –Dymas le miró interrogante, pero con una sonrisa. Tan sólo era un niño pequeño ante una muralla grande. A él le debía de parecer gigantesca-
En el patio les esperaba Aline, que corrió hacia ellos nada más verlos.
-¡A verlo, a verlo! –gritó aun corriendo. Su pelo rojizo era mecido por el viento, pero no había quien apartara su sonrisa- ¡Quiero ver qué habéis cazado! –dijo mirando a Zach, después de Ellias y por último a su padre. Una mueca se dibujó en su rostro- No lleváis saco...
Parecía haberse percatado de la situación. Dymas vio alguien acercarse al trote, corriendo a una velocidad increíble. Como una sombra, su hermana saltó sobre sus hombros y se situó a su lado, pero eso no sorprendió a Aline. Todas esas veces en las que sus hijas se miraban e intercambiaban pensamientos, hacían pensar a Dymas que podían leerse la mente mutuamente. Y eso que ni siquiera eran gemelas, se llevaban tres años. Aline tenía nueve, y su hermana Aeryn tenía doce.
-Sí llevamos saco –aclaró Ellias-, pero está vacío.
El saco colgaba de la silla de montar del pequeño, dejándose mecer por el movimiento del caballo.
-¿Por qué habéis regresado tan pronto? –preguntó Aeryn, mirando la bolsa vacía-
Rhys Rothe, que seguía a la derecha de Dymas, señaló al cielo.
-Se aproximan nubes de tormenta, pequeña Aeryn –contestó con dulzura. A ninguno de sus hijos les molestaban los apelativos cariñosos de Rhys-.
Aline inclinó la cabeza todo lo que pudo para mirar al cielo.
-Entonces será mejor que entréis –dijo sin cambiar de postura-.
-Tiene razón –apoyó Zach, adelantando su montura-, no queremos que se mojen los caballos.
“No importa que nos mojemos nosotros, los caballos son más valiosos” pensó Dymas con sorna. A Zachary le encantaban los caballos. Siempre que podía se escabullía a las cuadras y les ofrecía manzanas que habría cogido en las cocinas... Sin permiso alguno, claro. Hay quien a eso lo llamaba robar, pero estando en el castillo que sería suyo cuando él muriera, ¿quién le iba a prohibir nada de no ser sus padres? Y era obvio que ninguno de los dos iba a negarle a su hijo darles una manzana a los caballos, que bien se la merecían. Descabalgaron de sus monturas y las dejaron en manos de los mozos de cuadra.
Dentro del castillo, en sus aposentos, se encontraba Maia, con la vista perdida más allá de la ventana. Se acercó a ella sigiloso y le pasó un brazo por la cintura. Ella levantó la mirada, y le miró con aquellos ojos azules como mares que te hechizaban con cada pestañeo o, al menos, ese era el efecto que causaban en Dymas.
Cuando paseaba esas azules cuencas por él, de pies a cabeza, parecía vigilar cada pelo, cada rincón de su cuerpo. No sería la primera vez que pensaba que le desnudaba con la mirada. Y no la acusaba por ello, él era culpable del mismo crimen.
-Ya habéis vuelto –no era una pregunta, pero Dymas asintió de todos modos. Le retiró el pelo rubio del cuello y se lo besó-. ¿Y los niños?
-Están en las cuadras, con Rhys y Bronte –le susurró, rozando con sus labios la oreja de su esposa. Maia se estremeció-.
Bronte era el encargado de las cuadras y los caballos, y un buen amigo de Zachary.
Lady Maia Birdwhistle, su linda mujer, había dado a luz a cuatro hijos, pero seguía igual de hermosa que cuándo se casaron, haría ya tantos años. Su padre concertó el matrimonio cuando él tenía diecisiete años, al igual que el de su hermana Melissa.
“Que los dioses la tengan en su gloria.”
Hubo un tiempo en el que un pensamiento le atormentaba. Llegó a pensar que, si quería tanto a su esposa era por su parecido con su hermana, que ella mantenía vivo el recuerdo de Melissa. Pero dejó de pensar en ello cuando se dio cuenta de que era una tontería. Aun así, nunca reunió el valor suficiente para decírselo a Maia. Temía que no se lo tomara bien, que era lo más probable.
Ella le acarició la mejilla con la palma de la mano y le dio un suave beso en ésta antes de ponerse en pie. Se recogió las faldas y caminó hacia la puerta.
-¿Dónde vais, mi señora? –preguntó Dymas, un tanto perplejo-
-A las cuadras –contestó con una sonrisa-.
-¿Queréis que os acompañe?
-Gracias, mi señor, pero no hará falta. Podéis quedaros aquí... Si lo deseáis.
Maia salió de la habitación. Bucles dorados le caían en cascada por la espalda, y las ropas de seda se le ceñían al cuerpo. Dymas tuvo unas ganas repentinas de salir detrás de ella, pero se contuvo. Esperó unos instantes antes de dirigirse al corredor principal. Allí varias doncellas recorrían la estancia, preparando la mesa para cuándo los señores tuvieran hambre. Copas doradas y plateadas adornaban la mesa de vieja madera.
De repente, se acordó de sus sobrinos, Ginger y Ehla, y del pobre Terry, los hijos de Melissa...
“Melissa por aquí, Melissa por allá. Pienso demasiado en ella.”
Se frotó las sienes con fuerza. Cosas así le hacían pensar que, tras años y años, aún no había superado la pérdida. Quizá llegó a creer que sus hijos remplazarían el hueco que dejó ella, pero para cada uno había un lugar en su corazón, y el de Melissa había quedado vacío. Para siempre.

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Perdón ._. Sé que pasó una semana en la que no he subido capítulos, y no tengo dibujos con los que recompensaros. Lo que sí tengo es algo llamado "exámenes", los odio.

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