martes, 2 de octubre de 2012

Dakio ~o~ Niria

Dakio volvía sonriente de su caminata por el bosque. Había salido temprano y regresó con un conejo como recompensa. Movimientos silenciosos, dos pasos ágiles, una tajada fortuita con la navaja y zas, ese día comían un rico conejo a la cazuela. A su hermana no le gustaba del todo que cazara así.
-Algún día un animal te pegará un buen mordisco y te comerá él a ti –le decía-.
Pero, a la muy lista sí que le gustaba comer conejo fresco y churruscado, claro. Cuando fue a cruzar el portón de entrada a la fortaleza, dos caballeros se interpusieron en su camino.
-Alto en nombre del Lord –dijo uno, cortándole el paso con una espada-. ¿Qué llevas en esa bolsa?
Dakio llevaba el cadáver en un saco de tela roída. Lo sacó y se lo mostró a los guardias.
-Me lo encontré de camino al Poblado del Norte, muerto en medio del paso –mintió-.
Cazar en esos bosques era ilegal. Aunque sólo lo era si te pillaban. Los hombres le miraron con desconfianza, pero se apartaron del camino.
-Está bien, pasa –gruñó el otro-.
Dakio sonrió satisfecho cuando les hubo dado la espalda a los guardias. Siempre se tragaban el mismo cuento. Al llegar a casa, su madre examinó la presa.
-Un tajo en el cuello –dijo examinando el cadáver-.
-Eso es –respondió Dakio, aunque no hubiese sido una pregunta-.
-¿Nunca te cansarás de matar bichos?
Su hermana apareció en la cocina, malhumorada, por lo visto. Él levantó la vista para encontrarse con la mirada de Niria.
-Cállate, hermanita, que luego bien que te lo comes –dijo a la defensiva-.
Niria y Dakio eran gemelos idénticos. Los dos tenían esos ojos dorados con destellos grises y ese pelo cobrizo, y a pesar de todo, se llevaban como el perro y el gato. La tozudez y el orgullo de ambos alcanzaban límites insospechados.
 -¿Y quién lo cocina, majo?
-Anda, no mientas, que es mamá la que lo limpia, tú sólo lo metes en el puchero.
-¡Basta ya los dos! –puso orden Agatha, su madre. La mujer se pasaba el día interrumpiendo las peleas de los hermanos. Llevaba el pelo recogido en un moño flojo mal hecho, y en su cara se notaba el paso de los años y el estrés gracias a multitud de arrugas y manchas- Poned la mesa, sin discutir, a poder ser.
Niria dio la espalda a su hermano con gesto orgulloso y la cabeza alta mientras colocaba platos y cubiertos. Él sonrió para sus adentros. Era muy divertido ver a Niria enfadada. Se le hinchaban los carrillos y el entrecejo se le arrugaba. Sin contar cuando bajaba enfurruñada los escalones de la entrada, dando zancadas con los puños cerrados. Y aún así se creía una señorita, una dama a la que no se debía ofender. Él se ocupaba de bajarle el ego, o eso creía.

~o~

Niria estaba terminando de abrocharse la capa cuándo la puerta se abrió.
-¿Es que no sabes llamar? -su hermano había irrumpido en la habitación- ¿Y si me encontrase desnuda?
Dakio arqueó una ceja.
-No vería nada que no haya visto ya –dijo con una sonrisa burlona-.
Ella emitió un bufido y terminó de vestirse.
-¿Querías algo?
-Antes de verte, no –seguía mostrando esa incómoda sonrisa. No auguraba nada bueno-.
Niria suspiró y pasó por su lado, dejándole atrás. Él la siguió.
-¿A dónde vas? –preguntó curioso-
-A por fruta, no creo que te interese. A ti te va más capturar cosas que se mueven.
Agarró un mego y salió de la casa, cerrándole la puerta en las narices a Dakio. Necesitaba respirar aire limpio, fuera del ambiente cargado de su casa. Su padre había muerto en la mina hacía cinco años, cuando ella tenía quince. Dakio y Niria no eran más que dos críos consentidos, y que su padre muriera significó que tendrían que comenzar a valerse por ellos mismos. Él traía el dinero y la comida a casa, y su madre tuvo que encontrar trabajo. Pasaron hambre  y frío durante un invierno entero, hasta que Agatha salió de la depresión y los gemelos aprendieron  a cuidar el uno del otro... Y se cuidaron un par de años, superando la pérdida juntos, pero al paso del tiempo empezaron a encontrar sus diferencias, y hasta la fecha.
-¿Tú no sabes que una puerta puede abrirse girando el pomo? –dijo una voz conocida-
Niria se giró, y su expresión delataba su desagrado.
-¿Me has seguido? –estaba acostumbrada a que su hermano hiciera cosas así, pero no dejaba de incomodarla-
-Es lo más probable -sacó una mano de detrás de la espalda y tiró al mego una brillante manzana verde-. Te ayudo a recolectar.
Se quedó perpleja por un momento. ¿Dakio recolectando? Debía de ser una trampa.
-Déjame en paz –bufó la chica-. No puedo ni recoger fruta tranquila.
-Eso será porque quieres. Yo no perturbo tu paz.
“Esto ya roza lo extraño” pensó Niria. Lo mejor sería ignorarle. Agarró el cesto con fuerza y prosiguió su camino por la ciudad. Quería llegar a un campo de árboles frutales y recolectar las manzanas, que ya debían de estar maduras. Una vez allí, Dakio y ella las recogieron en silencio. Qué raro era ese comportamiento en él.
-De acuerdo. Me has ayudado, ¿qué vas a querer a cambio? –preguntó cruzando los brazos sobre el pecho-.
Su hermano la miró, haciéndose el indignado.
-Me ofendes, hermana. Mis actos han sido completamente desinteresados -Niria soltó una risotada. Eso no se lo creía ni él-. Pero, a pesar de ello, me gustaría hablar contigo...
Niria quedó desconcertada por un momento. Se puso a la defensiva instintivamente, casi sin saberlo.
-Vale, ya estamos hablando. ¿Sobre algo en particular o simplemente quieres pasar el rato?
Dakio mostró una sonrisa humilde. Niria se obligó a sonreír, pero era una sonrisa forzada que no mostraba más que desconfianza.
-Háblame sobre la rebelde. Todo lo que sepas.
Con que lo único que quería era información. No pedía demasiado, pero eso no quería decir que se la fuese a dar.
-¿Qué te hace pensar que sé algo? –inquirió perspicaz-
-Te pasas el día en el mercado, marujeando. Me juego la caza de un mes a que sabes más de lo que espero.
A Niria le dieron ganas de tirarle una manzana a la cabeza y dejarle inconsciente en medio del camino. Con suerte un carro de caballos le pasaría por encima. Lástima que todo eso sólo fueran fantasías.
-Está bien –accedió de mala gana-. ¿Qué quieres saber?
Su hermano sonrió, orgulloso de su victoria.
-Su nombre, para empezar.
-Jullie –dijo Niria, fría como el hielo. Odiaba que su hermano consiguiese lo que quería-.
-¿Jullie qué? Tendrá un apellido, ¿no? –preguntó, al parecer irritado-.
-No. No tiene apellido. Y si lo tiene, nadie lo sabe.
Dakio no estaba contento con la respuesta, pero era o eso o nada, y él lo sabía.
-¿Sabes dónde vive?
Niria hizo memoria, recordando las charlas entre mercaderes y compradores, las leyendas acerca de una chica que vivía alejada de la sociedad.
-Dicen que vive en el bosque –señaló una zona al azar-. Por ahí, lejos. La llaman la Chica Lince. Cuentan que corre muy deprisa, como una pantera, y que puede saltar desde la rama más alta de un pino.
Pocos habían llegado a verla realmente, quizá dos o tres sabían quién era, pero los cuentos se expandían, y había quien les contaba a sus hijos cuando se iban a acostar que la Chica Lince entraría a sus cuartos y los secuestraría si no se dormían. Historias que a los pequeños les quitan el hipo, y también el sueño. No eran demasiado efectivas.
Niria se preguntaba qué pensaría la chica de esas leyendas.
-Yo no te pedí conjeturas, te pedí datos reales –bufó su hermano, descontento, como siempre que ella hacía algo-.
Ella mostró un enfado considerable.
-Da gracias a que te he contado algo –gruñó la chica-. La próxima vez que me pidas un favor, sólo vas a conseguir una patada en un sitio fortuito.
Ya era malo que su hermano le pidiese algo, ¡pero que le recriminase el querer ayudarle ya era delito! Con un empujón dejó la cesta en sus brazos, agarró la larga falda color crema y lo poco que le quedaba de caridad con él y caminó con paso firme y ágil hacia la ciudad, dejando detrás a Dakio. Conociéndole, si él llevaba la cesta hasta casa, fardaría delante de su madre de que él había recogido todas esas manzanas, así que Niria se lo pensó mejor y le arrancó el mego de las manos.

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