-¡Cynthia!
–escuchó la voz de su hermana llamarla. En la habitación, Friana esperaba su
llegada- ¿Has terminado tus tareas?
Su
hermana mayor, Friana Elovi,
prometida con un herrero, tenía tres años más que ella y el pelo más oscuro,
pero irremediablemente rojo.
-Sí,
hermana –asintió-.
Friana
dejó entrever una sonrisa.
-Súbeme
a Míkel, anda –dijo a la vez que
mullía un almohadón-. Después, serás libre.
Cynthia
bajó las escaleras corriendo, y frenó al ver en el viejo sofá a su hermano
Míkel, completamente dormido. Mostraba un rosto sereno con una pequeña sonrisa.
Quizá estuviera soñando cosas bellas. Esa escena enterneció a la pelirroja. Se
acercó con cautela y acarició con el dorso de la mano la mejilla de su hermano.
Míkel tenía seis años, era joven y tierno. Su pelo era rubio, pero como el de
ella y el de Friana, lo más seguro era que se oscureciera con los años. Le
cogió lo más delicadamente que pudo para no despertarle y subió por las
escaleras en un silencio sepulcral. Incluso aguantó la respiración. Tendió al
pequeño en su cama y le retiró el pelo de la frente. Se veía tan indefenso, tan
niño ahí tumbado. Cynthia se alejó de puntillas, y cuando salió de la
habitación, buscó a su hermana.
-Le he
dejado en la habitación, estaba completamente dormido –le dijo, apoyada en el
marco de la puerta-. ¿Dónde ha ido madre?
Su padre
trabajaba en una de las panaderías más grandes del reino, y de su parte llegaba
el dinero a casa. Llevaba años trabajando allí, y había visto crecer la
panadería poco a poco. Lo bueno de aquello era que el pan nunca faltaba en
casa.
-Ha ido
a buscar agua –dijo atareada-. Ven, ayúdame con esto.
Cynthia
ayudó a su hermana a doblar una gran sábana. Era de la cama de matrimonio, en
la que dormían sus padres.
-¿Cómo
no la has acompañado? Ella no podrá con el peso de los cántaros llenos. Me
podías a ver dicho que fuese con ella –protestó Cynthia-.
-No te he
mandado porque la acompañaban Wendolyn
y su madre.
Cynthia
respiró tranquila. Kora y Fransec Junn
eran sus vecinos más cercanos. Wendolyn era su hija, la única que tenían.
Fransec trabajaba en la agricultura, y Kora le ayudaba. Seguro que habían
llevado una o dos carretillas para transportar los cántaros.
-Hermana,
¿puedo salir? –preguntó devolviéndole la sábana doblada-
Friana
recogió la sábana y la guardó.
-Claro
–dijo con una sonrisa-, pero recuerda que debes estar de vuelta a la hora de la
comida.
Su
hermana hacía el papel de madre cuándo su verdadera madre, Gina, no estaba en casa.
Cynthia pensaba que se estaba entrenando para, cuando en unos meses se casase
con su prometido y se mudase con él, ser una buena madre y esposa. Estaba
convencida de que sería una gran madre. La admiraba por todo lo que sabía y se
le daba bien. Limpiaba la casa, cuidaba de Míkel y cocinaba que daba gusto.
Siempre pensaba que le gustaría llegar a ser como su hermana, y que los hijos
que tuviese serían afortunados.
Oh, pero
Cynthia no era como su hermana. Nunca podría ser como ella. Aunque se
pareciesen físicamente, eran como el día y la noche. Cynthia limpiaba, sí, pero
obligada. Cuidaba de Míkel, también, pero porque era su hermanito y le gustaba
pasar tiempo con él. Ella no le daba el biberón o le cambiaba los pañales, como
Friana. Ella sólo le vigilaba o jugaba con él por las tardes. Y era
completamente negada para cocinar. Ninguna de las cualidades que tenía eran bienvenidas
cuando un hombre buscaba esposa. Montaba a caballo, manejaba la espada y sabía
trepar y correr, pero eso no importaba, no era relevante.
Cynthia
le dio un beso en la mejilla a su hermana, jaló su mochila y corrió a cabalgar
su montura. Ese día tenía cosas que hacer. Se veía que para lo único que
servían las reuniones, era para darle trabajo. Maldijo en silencio el momento
en el que se presentó voluntaria para informar a los internos. Llegó a los pies
de un torreón del palacio y miró a derecha e izquierda. No había nadie cerca,
bien. Sacó una pequeña carta y la metió con cuidado de no romperla en una de
las grietas de la piedra. En unas horas, la recogería la persona indicada, la
única que sabía dónde dejaba Cynthia las cartas.
Terminó
su tarea, y suspiró. Subió de nuevo a su caballo y lo llevó a trote hasta la
puerta de El Castillo, procurando no atropellar a nadie. Inclinó la cabeza al
pasar por el enorme portón de madera, saludando a los guardias. Estos le
devolvieron el saludo. Cynthia era conocida por ser la hija de su padre el panadero, y no la registraban al salir
o al entrar por el portón ni le pedían identificación. Fuera de las murallas
había pequeños corros de casas modestas, también pertenecientes al reino. Para
llegar al bosque, tenían que cruzar todas esas casuchas, bastante más pequeñas
que las de El Castillo. Allí, en las afueras, estaban algunos días los
mercadillos clandestinos; podías comprar allí casi cualquier cosa. Desde armas
a drogas. A veces, vendían allí las mercancías que los guardias no dejaban
pasar a la fortaleza. Si sabías dónde comprar y con quién hablar, podías
hacerte con lo que quisieras.
Cynthia
galopó su caballo a través de las casuchas y los senderos, hasta que llegó al bosque
y se adentró en él, buscando una pequeña casa casi invisible que se alzaba
entre un risco y una hilera de hayas altísimas. Ada día se le hacía más difícil
encontrarla... Con lo bien escondida que estaba, no era de extrañar que ningún
guardia se pasease por allí. Era una casa pequeña, con muros de piedra y suelo
de madera. Unas pequeñas escaleritas llevaban a la puerta de madera de pino,
gastada y vieja. Tocó en la puerta un par de veces y esperó. No obtuvo
respuesta. Volvió a llamar. Nada.
-¿Jull?
–llamó a la muchacha-
Nadie la
contestó, así que agarró el pomo y lo giró al darse cuenta de que la llave no
estaba echada. Buscó a la chica con la mirada y no la encontró.
-Jullie,
¿estás por ahí? –preguntó Cynthia-
-Sí,
aquí –respondió una voz-.
La chica
apareció de detrás de la puerta que daba a una habitación. Jullie era la emprendedora
de las reuniones clandestinas. Si todo el mundo creía que ese era Golbert
Clodd, era porque la muchacha lo había querido así. Vivía sola. Nunca le había
dicho a nadie qué era de sus padres; si era huérfana, si la abandonaron, si
viven en la fortaleza... Nadie lo sabía.
-Ya he
entregado el acta de la reunión pasada a los internos –explicó Cynthia, rígida
como una piedra-.
Jullie
era buena chica, comprensiva y carismática. Pero cuándo se enfadaba o
simplemente no estaba de humor, era mejor salir corriendo. Había que hablarle
con mucho tacto.
-Bien
–asintió Jullie-. Has sido rápida –repasó con la mirada a la pelirroja,
escrutando su rostro-. Relájate, que no te voy a pegar –dijo con una sonrisa
socarrona-.
Cynthia respiró
hondo y relajó los hombros.
-Ven,
siéntate –le ofreció sentándose en el sofá de terciopelo roído-.
Se sentó
junto a Jull con las piernas cruzadas. Después de unos momentos de silencio,
Cynthia se decidió a decir algo. Odiaba el silencio, le parecía demasiado
incómodo.
-Respecto
a la reunión... –comenzó, pausada. Quizá estuviera tocando terreno peligroso, y
no quería enfurecerla-
-¿Sí?
-¿Vas
a... hacer algo?
Viendo
su actitud el día anterior, no parecía que se fuera a quedar de brazos
cruzados. Jullie se dejó escurrir por el sofá.
-Estoy
pensándomelo –respondió pensativa-. Y, aunque quisiera hacer algo, no podría
sola.
Jull
había sido una chica solitaria siempre, y que reclamase compañía hizo que el
vello del brazo de Cynthia se erizara. Sus intenciones la asustaban.
-¿Qué
pretendes? –preguntó con un hilo de voz-
La
muchacha la miró con un brillo especial en los ojos.
-Matar al
Lord.