La sala
de audiencias era una de las más grandes del castillo. Los tapices cubrían las
paredes, y las alfombras hacían lo mismo con los suelos. Desde el punto de
vista del pueblo, el Trono Diestro se encontraba a la derecha del Trono del
Rey, y el Trono Zurdo, a su izquierda. Éste último, de piedra recubierta de
cobre, lo ocupada Ginger Hardway, la pequeña Ginger, dónde hace un par de años
había estado sentada Ehla. Wrinn Hardway, señor legítimo del Casco Oval y rey
de Sol Naciente, así como padre de Ehla y Ginger, atendía las quejas de los
campesinos lo mejor que podía. Algunos pedían más tierras para cultivar porque
no podían mantener a su familia sólo con las que tenían, según decían.
-Mujer,
siento decirte que el reino no posee tierras suficientes para entregar a todo
el que las pide –respondió el rey, después de hacer una larga pausa y meditar
la respuesta-.
No le
faltaba verdad: Si tuvieran que dar un pedazo de terreno a cada ciudadano que
las necesita, tendrían que haber comenzado hace muchos años a repartir trozos
del mar.
-Si mi
señor permite una pregunta... –preguntó Ehla con cortesía. La habían enseñado
cómo dirigirse a su padre durante una audiencia-
-Adelante
–asintió Wrinn-.
-¿Tienes
horno en tu casa? –preguntó a la mujer-
Ésta
pareció no comprender la pregunta, pero respondió igualmente.
-Sí, mi
señora.
-Tú, que
cultivas y vendes trigo, podrías probar a hacer pan, que se vende más caro que
el trigo, y así conseguir un poco más de dinero sin necesidad de tener más
tierras.
La mujer
titubeó un instante. Su padre la miró. Al parecer le había gustado su
propuesta. La campesina se arrodilló ante Ehla.
-Muchas
gracias, mi señora. Que los dioses la guarden.
Ella
asintió, dando por terminado el tema. Maur Slater, el general de la guardia del
rey, despidió a los demás ciudadanos, diciéndoles que volviesen en la siguiente
audiencia si no les había dado tiempo a explicar sus cuestiones. Cuándo en la
sala sólo quedaban los guardias, Wrinn se levantó, y Ehla y Ginger le imitaron.
-Lo has
hecho muy bien, Ehla –le dijo su padre tomándole una mano-. Estoy seguro de que
serás una gran reina –le acarició la mano con una sonrisa gentil-.
Hacer
que su padre se sintiese orgulloso de ella era una de las cosas más fáciles que
conseguía, pero no por ello le agradaba menos. Le devolvió la sonrisa.
-Todavía
faltan muchos años para eso, padre.
-Puede
que no tantos, pequeña –le depositó un beso en la frente y se alejó junto a
Maur-.
El rey
se empeñaba en llamarla pequeña, aunque Ehla se sentía mucho más mayor que sus
dieciséis años. Las prematuras muertes de su madre y su hermano la habían hecho
madurar antes de tiempo. Melissa Erbey, la difunta reina de Sol Naciente, murió
de una enfermedad cuándo Ehla tenía doce años, y Ginger tan sólo era un bebé.
Su hermano, el que iba a ser rey, Terry Hardway, les dejó hará sólo dos años,
cuándo su padre decidió llevarlo de caza a lo grande. Wrinn regresó a casa con
un saco lleno de gansos salvajes... Y con el cuerpo inerte de su hijo en
brazos. Nunca podría olvidar el frío tacto de Terry al acariciarle la mejilla,
cuando lo tendieron en su cama. Ehla apartó la mano al instante. No quería
recordar a su hermano así, áspero, reacio a las caricias. No. Ella quería
recordar al hermano que la abrazaba cuándo lo necesitaba, al chico alegre que
le respondía cualquier pregunta curiosa que pudiese tener una niña pequeña con
una sonrisa. Aquel Terry que le tendía la mano para levantarse cada vez que se
caía. Ese día, Ehla lloró. Lloró hasta quedarse sin lágrimas durante días, al
pie de la cama de su hermano, aun cuando él ya descansaba bajo tierra. No tuvo
el valor para preguntar de qué había muerto hasta pasadas dos semanas de que
enterraran el cuerpo de Terry.
-Fue un
grupo de asaltantes, Lady Ehla. Tu hermano murió de una puñalada en el vientre
–le explicó Maur Slater con una mano en su hombro y voz tierna. Ella se
reconfortó al escuchar que cada uno de los bandidos habían sido asesinados,
aunque eso no valdría para recuperar a su hermano-.
Maur
había acompañado a su padre en todos los momentos dolorosos de su reinado.
Cuando Melissa murió, todo el reino se cubrió de negro, mostrando su pésame.
Lords y ladies de todo Sol Naciente acudieron al Casco Oval para expresar sus
respetos ante la difunta y su familia. “Los dioses siempre se llevan a las
mejores personas”, “siento mucho tu pérdida” o “comparto tu pesar” eran frases
que Ehla había escuchado cientos, sino miles de veces a lo largo de toda su
vida.
Al perder
a ambos, juró acuchillada sobre la tumba de su madre que cuidaría de Ginger y
la protegería de todo mal. Quizá juró más de lo que podía cumplir. Proteger a
alguien de los males que se habían llevado tanto a su madre como a su hermano
eran asuntos de los que sólo se podía encargar el Dios Negro.
Ehla
avanzó hasta encontrarse al lado de su hermana.
-Algún
día tú te sentarás en el Trono Diestro –le dijo-, y aconsejarás al rey como yo
aconsejo a padre. Sé que lo harás incluso mejor que yo.
Le pasó
un brazo por la cintura, abrazándola. Ginger arqueó una ceja, pero le dedicó
una sonrisa amable. No se lo creía. No creía que ella fuese a ocupar ese trono,
ni ningún otro. Su dulce hermana, de no más de seis años, era muda de
nacimiento. Según dijo la matrona, tenía un problema en la garganta que no le
permitía emitir sonidos. Era una afonía eterna. Con el paso de los años, había
aprendido a comunicarse con gestos, y ha escribir y leer mejor que nadie, ya
que no podía hablar. A veces, cuando lo que quería decir era muy complejo,
alcanzaba un pergamino y lo escribía. Su grafía era excepcional.
Siempre
llevaba un pergamino con ella, y había plumas y tinta esparcidos por todo el
castillo.
“Mi
familia no tiene buena fortuna –pensó mientras acariciaba uno de los tapices de
la pared-. ¿Qué habrán hecho otras generaciones para que los dioses maltraten
tanto a la nuestra?”
Ehla
sentía a menudo que alguna fuerza extraña quería dejar el trono sin herederos.
Por las noches tenía pesadillas, horribles pesadillas. Un hombre entraba en la
fortaleza, y mataba a su padre, después a ella, a Ginger y a toda la guardia
real. Los gobernantes de reinos vecinos y los familiares de las familias
Hardway y Erbey se enzarzaban en guerras para disputarse el Trono del Rey. Sol
Naciente ardía en llamas, y el alma de Ehla lo observaba todo desde las nubes.
Entonces se despertaba entre sudores y sollozos, algunas veces también con
fiebre. Su doncella acudía veloz a su encuentro y le ponía paños húmedos en la
frente, con palabras tranquilas y pausadas que intentaban calmarla.
Después
de la audiencia, paseó por el patio junto a Ginger. Ésta la zarandeó del brazo
y señaló al cielo, apremiante. Quería que Ehla mirase. Y miró.
-Un
águila real –dijo. Apartó la vista del águila para mirar a los ojos castaños de
su hermana-. ¿Te gusta? –Ginger asintió con energía. El ave se alejó volando,
planeando con sus enormes alas-
Más
tarde, por la noche, ya acostada sobre el colchón de su cama, Ehla no conseguía
dormir, y no hacía más que darle vueltas a aquel día, como siempre hacía. A su
hermana siempre le habían gustado las aves, pero hacía poco caso a las que
tenían en el castillo, encerradas en grandes jaulas de hierro. Sin embargo, se
ponía eufórica cada vez que veía una volando con las alas extendidas.
“Están
en jaulas –meditó Ehla a la vez que conciliaba el sueño-, los otros vuelan en
libertad... Eso es. Libres, son libres. Mi hermana también quiere volar fuera
de su jaula.”