martes, 23 de octubre de 2012

Ehla

La mañana era soleada en el Casco Oval. Hacía una temperatura ideal para el gusto de Ehla. Llevaba un blusón blanco de seda vaporosa, y su pelo castaño le caía en cascada hasta la cintura. El Trono Diestro, hecho de piedra bañada en plata, era muy incómodo, y Ehla Hardway se movía inquieta en él mientras escuchaba las réplicas de los campesinos. O hacía que las escuchaba. Miró a su derecha, y allí seguía su padre, con la cabeza apoyada en el brazo y un gesto de completo agotamiento.
La sala de audiencias era una de las más grandes del castillo. Los tapices cubrían las paredes, y las alfombras hacían lo mismo con los suelos. Desde el punto de vista del pueblo, el Trono Diestro se encontraba a la derecha del Trono del Rey, y el Trono Zurdo, a su izquierda. Éste último, de piedra recubierta de cobre, lo ocupada Ginger Hardway, la pequeña Ginger, dónde hace un par de años había estado sentada Ehla. Wrinn Hardway, señor legítimo del Casco Oval y rey de Sol Naciente, así como padre de Ehla y Ginger, atendía las quejas de los campesinos lo mejor que podía. Algunos pedían más tierras para cultivar porque no podían mantener a su familia sólo con las que tenían, según decían.
-Mujer, siento decirte que el reino no posee tierras suficientes para entregar a todo el que las pide –respondió el rey, después de hacer una larga pausa y meditar la respuesta-.
No le faltaba verdad: Si tuvieran que dar un pedazo de terreno a cada ciudadano que las necesita, tendrían que haber comenzado hace muchos años a repartir trozos del mar.
-Si mi señor permite una pregunta... –preguntó Ehla con cortesía. La habían enseñado cómo dirigirse a su padre durante una audiencia-
-Adelante –asintió Wrinn-.
-¿Tienes horno en tu casa? –preguntó a la mujer-
Ésta pareció no comprender la pregunta, pero respondió igualmente.
-Sí, mi señora.
-Tú, que cultivas y vendes trigo, podrías probar a hacer pan, que se vende más caro que el trigo, y así conseguir un poco más de dinero sin necesidad de tener más tierras.
La mujer titubeó un instante. Su padre la miró. Al parecer le había gustado su propuesta. La campesina se arrodilló ante Ehla.
-Muchas gracias, mi señora. Que los dioses la guarden.
Ella asintió, dando por terminado el tema. Maur Slater, el general de la guardia del rey, despidió a los demás ciudadanos, diciéndoles que volviesen en la siguiente audiencia si no les había dado tiempo a explicar sus cuestiones. Cuándo en la sala sólo quedaban los guardias, Wrinn se levantó, y Ehla y Ginger le imitaron.
-Lo has hecho muy bien, Ehla –le dijo su padre tomándole una mano-. Estoy seguro de que serás una gran reina –le acarició la mano con una sonrisa gentil-.
Hacer que su padre se sintiese orgulloso de ella era una de las cosas más fáciles que conseguía, pero no por ello le agradaba menos. Le devolvió la sonrisa.
-Todavía faltan muchos años para eso, padre.
-Puede que no tantos, pequeña –le depositó un beso en la frente y se alejó junto a Maur-.
El rey se empeñaba en llamarla pequeña, aunque Ehla se sentía mucho más mayor que sus dieciséis años. Las prematuras muertes de su madre y su hermano la habían hecho madurar antes de tiempo. Melissa Erbey, la difunta reina de Sol Naciente, murió de una enfermedad cuándo Ehla tenía doce años, y Ginger tan sólo era un bebé. Su hermano, el que iba a ser rey, Terry Hardway, les dejó hará sólo dos años, cuándo su padre decidió llevarlo de caza a lo grande. Wrinn regresó a casa con un saco lleno de gansos salvajes... Y con el cuerpo inerte de su hijo en brazos. Nunca podría olvidar el frío tacto de Terry al acariciarle la mejilla, cuando lo tendieron en su cama. Ehla apartó la mano al instante. No quería recordar a su hermano así, áspero, reacio a las caricias. No. Ella quería recordar al hermano que la abrazaba cuándo lo necesitaba, al chico alegre que le respondía cualquier pregunta curiosa que pudiese tener una niña pequeña con una sonrisa. Aquel Terry que le tendía la mano para levantarse cada vez que se caía. Ese día, Ehla lloró. Lloró hasta quedarse sin lágrimas durante días, al pie de la cama de su hermano, aun cuando él ya descansaba bajo tierra. No tuvo el valor para preguntar de qué había muerto hasta pasadas dos semanas de que enterraran el cuerpo de Terry.
-Fue un grupo de asaltantes, Lady Ehla. Tu hermano murió de una puñalada en el vientre –le explicó Maur Slater con una mano en su hombro y voz tierna. Ella se reconfortó al escuchar que cada uno de los bandidos habían sido asesinados, aunque eso no valdría para recuperar a su hermano-.
Maur había acompañado a su padre en todos los momentos dolorosos de su reinado. Cuando Melissa murió, todo el reino se cubrió de negro, mostrando su pésame. Lords y ladies de todo Sol Naciente acudieron al Casco Oval para expresar sus respetos ante la difunta y su familia. “Los dioses siempre se llevan a las mejores personas”, “siento mucho tu pérdida” o “comparto tu pesar” eran frases que Ehla había escuchado cientos, sino miles de veces a lo largo de toda su vida.
Al perder a ambos, juró acuchillada sobre la tumba de su madre que cuidaría de Ginger y la protegería de todo mal. Quizá juró más de lo que podía cumplir. Proteger a alguien de los males que se habían llevado tanto a su madre como a su hermano eran asuntos de los que sólo se podía encargar el Dios Negro.
Ehla avanzó hasta encontrarse al lado de su hermana.
-Algún día tú te sentarás en el Trono Diestro –le dijo-, y aconsejarás al rey como yo aconsejo a padre. Sé que lo harás incluso mejor que yo.
Le pasó un brazo por la cintura, abrazándola. Ginger arqueó una ceja, pero le dedicó una sonrisa amable. No se lo creía. No creía que ella fuese a ocupar ese trono, ni ningún otro. Su dulce hermana, de no más de seis años, era muda de nacimiento. Según dijo la matrona, tenía un problema en la garganta que no le permitía emitir sonidos. Era una afonía eterna. Con el paso de los años, había aprendido a comunicarse con gestos, y ha escribir y leer mejor que nadie, ya que no podía hablar. A veces, cuando lo que quería decir era muy complejo, alcanzaba un pergamino y lo escribía. Su grafía era excepcional.
Siempre llevaba un pergamino con ella, y había plumas y tinta esparcidos por todo el castillo.
“Mi familia no tiene buena fortuna –pensó mientras acariciaba uno de los tapices de la pared-. ¿Qué habrán hecho otras generaciones para que los dioses maltraten tanto a la nuestra?”
Ehla sentía a menudo que alguna fuerza extraña quería dejar el trono sin herederos. Por las noches tenía pesadillas, horribles pesadillas. Un hombre entraba en la fortaleza, y mataba a su padre, después a ella, a Ginger y a toda la guardia real. Los gobernantes de reinos vecinos y los familiares de las familias Hardway y Erbey se enzarzaban en guerras para disputarse el Trono del Rey. Sol Naciente ardía en llamas, y el alma de Ehla lo observaba todo desde las nubes. Entonces se despertaba entre sudores y sollozos, algunas veces también con fiebre. Su doncella acudía veloz a su encuentro y le ponía paños húmedos en la frente, con palabras tranquilas y pausadas que intentaban calmarla.
Después de la audiencia, paseó por el patio junto a Ginger. Ésta la zarandeó del brazo y señaló al cielo, apremiante. Quería que Ehla mirase. Y miró.
-Un águila real –dijo. Apartó la vista del águila para mirar a los ojos castaños de su hermana-. ¿Te gusta? –Ginger asintió con energía. El ave se alejó volando, planeando con sus enormes alas-
Más tarde, por la noche, ya acostada sobre el colchón de su cama, Ehla no conseguía dormir, y no hacía más que darle vueltas a aquel día, como siempre hacía. A su hermana siempre le habían gustado las aves, pero hacía poco caso a las que tenían en el castillo, encerradas en grandes jaulas de hierro. Sin embargo, se ponía eufórica cada vez que veía una volando con las alas extendidas.
“Están en jaulas –meditó Ehla a la vez que conciliaba el sueño-, los otros vuelan en libertad... Eso es. Libres, son libres. Mi hermana también quiere volar fuera de su jaula.”

martes, 16 de octubre de 2012

Jullie

Jull se pasó toda la noche en vela, vigilando los alrededores de su hogar. De vez en cuando, escalaba el risco que estaba detrás de la casa y observaba los territorios fuera de Peñal Gris. Todo tan tranquilo, tan sereno. Se escuchaba el agua del río de la Gran Manta fluir y chapotear, las hojas de los árboles mecerse, el ulular de los búhos... Y los cascos de los caballos al galope. Esa noche pasaron dos grupos de guardias, inspeccionando el bosque, en busca de a saber qué. Jullie contuvo la respiración, aún sabiendo que no hacía falta, y observó en silencio y quietud. Le hubiese encantado agarrar una piedra y acertar de lleno en el yelmo de cada uno de esos hombres, pero no lo hizo. Y podía haberlo hecho. Oculta entre las sombras, vio a los perros de los guardias olfatear cerca del hayedo de su casa, pero los hombres llamaron a los canes, haciendo caso omiso de sus advertencias. Y eso llevaba pasando una semana entera, desde que Lord Izar impuso las nuevas normas en el reino. Jullie tenía sus propias teorías, pero temía que ninguna fuese la acertada. Las redadas nocturnas se podían deber a que Lord Lionel esperase algún ataque, pero también podrían deberse a que buscase a alguien, a un fugitivo, quizá. Estaba acostumbrada a predecir los movimientos del enemigo cuando cazaba, e intentaba hacer lo mismo con las personas que la rodeaban.
Conseguir comida en condiciones allí no era fácil. Podía recolectar fruta y hierbas, pero le era difícil encontrar dónde cocinar la carne, y se negaba a comerla cruda. Por eso la metía en salazón y esperaba a visitar El Castillo, cosa que hacía como mucho tres veces al mes. No era seguro visitar la capital tan a menudo y menos con toda la guardia nueva que había ordenado poner Lord Lionel. Se frustraba con sólo pensar que no podía hacer nada para desbancar a ese dictador de su trono. Cuándo le dijo a Cynthia lo que pretendía, ella se horrorizó con la idea.
-¿Estás loca? –le gritó. Ella, la tan pácifica y formal Cynthia Elovi, que siempre le hablaba entre susurros y sonrisas inquietas, estalló y se puso en pie de un salto con los ojos desorbitados- Tú has perdido el juicio. Se te debió de quedar en el atril de la Cuevona. Si de verdad has pensado si quiera en asesinar a nuestro señor, es que no sabes qué ocurriría si alguien supiera de tu crimen. No se te ocurra decir nada de esto en las reuniones, Jull, hay gente con la boca muy grande y la lengua muy afilada. Y... ¿pero qué estoy diciendo? ¡No se te ocurra decirlo en ningún sitio! Estás hablando de asesinar a un lord, debe de ser una broma.
Jullie tuvo que responderla que sí, que era una broma, que no se exaltara tanto. Una mentira para tranquilizar a la chica no le haría daño. Sí que quería deshacerse de Lord Izar, pero sabía que no podría hacerlo sola, y que Cynthia y los demás no estaban interesados en ayudarla, así que era mejor desechar la idea y tramar nuevos planes en el silencio de su pequeña casucha.  
Escuchó las monturas de los guardias alejarse y perderse en la lejanía. Se sujetó con las manos a una piedra y comenzó a bajar del risco. Como todas las noches, no habría más inspecciones, y podía volver a cobijarse entre los muros de piedra sin temer que los perros la olfatearan y localizaran su olor. Abrió la puerta y se escuchó el rechinar de las bisagras oxidadas y... ¿unas pisadas? Jullie desenfundó la daga que llevaba en el cinturón y adoptó una posición de defensa. Saltó los escalones de la entrada y se encaramó al tronco del haya más cercana. Las pisadas cada vez se escuchaban más cerca. Miró de refilón por el lado derecho, pero no vio nada. Estaba muy oscuro, aunque ese no era el mayor problema. Torció la cabeza a la izquierda. Imposible, sólo veía oscuridad. Salió de una zancada de su escondite, aún sin ver, sólo escuchando.
Contuvo un grito agudo que quería escapar de su garganta cuando algo le rozó el tobillo, y se giró tan bruscamente que creyó haberse dislocado el cuello. Relajó los brazos y dejó caer la daga al suelo al ver a su peludo atacante.
-¿Sabes el susto que me he levado por tu culpa?
Un osezno la miraba con curiosidad. A saber lo que estaba pensando. Jullie le acarició la cabeza y detrás de las orejaorejas. A todos esos bichos les gustaban esas muestras de afecto, mientras que ellos tenían las suyas propias. El osito se encaramó en su pierna y comenzó a lamerla. Jull se sacudió para sacárselo de encima.  
-¡Quita, bicho! –susurró, aún con precaución por si alguien andaba cerca-
El cachorro cayó en la tierra humedecida por el rocío panza arriba, y miró a la chica con los ojos llenos de tristeza, mares grises de nostalgia en los que podías perderte. Jull se quedó embaucada por esos ojos unos instantes.
-Mira que te gusta dar pena...
El osezno se cubrió los ojillos con una zarpa. La muchacha iba a dejar que una pequeña sonrisa se pintara en su rostro cuando volvió a escuchar pasos. Y seguramente no tendría tanta suerte como la primera. Seguían acercándose, más y más. Se escondió detrás de otro árbol y se acuclilló, aguantando el aliento, orando a los dioses en los que no creía que los pasos se alejasen.
“Por favor, por favor...”
Tenía los ojos cerrados con fuerza, así que no vio como el osezno se alejaba en la dirección de las pisadas, tentando a la suerte. Su mente estaba muy lejos, pensando en qué iba a hacer. Si alguien descubría su escondrijo, tendría que silenciarlo. No parecían guardias, esos siempre se movían a lomos de caballos, pero podía ser uno solo, haciendo su última ronda. Si era sólo uno, no tendría gran problema, aunque... Él tendría una espada, y posiblemente, armadura. Ella sólo tenía una pequeña daga y mucha osadía.
-¡Eh! ¡Sal de ahí! –llamó una voz-
No había gritado. Era una voz melosa, suave pero firme. No era un guardia, pero eso no quitaba que pudiese llevar armas. Sabía que estaba allí, la estaba llamando. Debía salir y enfrentarlo. Ella nunca huía, y no iba a empezar a hacerlo. Gateó detrás de una rama baja y se encaramó al árbol. Iba a escalarlo cuando volvió la voz.
-Deja de esconderte, no te servirá de nada.
Jullie quedó paralizada un instante. Era imposible que la hubiese visto o escuchado. Por algo la llamaban la Chica Lince, no hacía el menor ruido al moverse. Su plan era subir al árbol y saltar sobre su atacante, pero la habían interceptado. No podía ser. Sujetó la empuñadura de la daga y salió de su escondite, mirando cara a cara a su... ¿oponente?
Un chico joven, de pelo rizado y oscuro, agachado sobre el pequeño osezno y acariciándole la tripa. Alzó la cabeza para mirarla. La cara de Jull debía de ser un poema, un conjunto de sorpresa, ira y miedo. Además, empuñaba el cuchillo con demasiada fuerza. En cuanto vio la daga, dio un salto hacia atrás y quedó sentado en el suelo, intentando levantarse sin conseguirlo. Levantó el arma y se acercó con paso lento.
-¿Quién eres? ¿Qué haces aquí? –inquirió amenazándolo con el cuchillo-
Él casi no podía articular palabra, aterrado como estaba.
-Yo... Yo no... Yo so... Soy... Me llamo Tyron –consiguió decir al final, poniéndose en pie-. Tyron Rossh –levantó las manos, haciéndose ver indefenso. Ella asintió y esperó a que continuara-. Estaba con él –señaló al pequeño osezno-. Le estaba llamando. 
Jullie se sintió tonta. Claro que no la había visto ni escuchado, no la hablaba a ella, hablaba con el osito. Bajó el arma y se secó el sudor frío de la frente con el dorso de la mano. El rostro del chico le resultaba familiar, pero no recordaba de qué o de dónde.
-Ya, claro, el oso –el tal Tyron seguía con el miedo en los ojos-. No te voy a hacer nada... De momento.
Se acercó a ella un par de pasos, cauteloso, escrutando su rostro.
-Tú... Te conozco. Estabas en la Cuevona -de eso le sonaba, debía de estar en las reuniones clandestinas. Consideraba que allí iba demasiada gente indebida, y esperaba que aquel chico no fuera una de ellas-. ¿Sabes que te llaman la Chica Lince?
-Sí –asintió. Había escuchado las leyendas sobre una chica come niños que llevaba su nombre-. Hay apodos peores.  
Si hacía memoria, sí que recordaba al chico sentado en uno de los bancos con Cynthia. Aun así, su rostro le seguía siendo familiar, pero no de haberlo visto en la Cuevona.
-Te preguntaría por qué te lo llaman, pero creo que sé la respuesta.
Mostró una sonrisa alegre. El miedo se le había esfumado de la mirada, y sus ojos castaños reflejaban curiosidad. Estaba muy delgado, quizá demasiado. Jullie decidió no meterse, las dietas del chico no eran de su incumbencia.
-Chico listo, tu madre estará orgullosa –replicó, cansada. Había empalmado dos días, y las ojeras no tardarían en aparecer-.

miércoles, 10 de octubre de 2012

Falta y recompensa

¡Os saluda Lady Gemma, ciudadanos de Sol Naciente!
Por culpa de los tan temibles "exámenes de evaluación inicial" y los de "el primer tema del curso", no pude subir ayer capítulo. Así que, como pequeñísima muestra de perdón, os dejo un dibujito de los míos.

Este está hecho con bastante mala calidad.
-PRIMERO: Está hecho en una hoja de cuaderno
-SEGUNDO: Está hecho entre clase y clase [xDD]

Ni que ver tiene con los que hago en casita tranquilamente ewe Igualmente, le he dedicado un tiempo precioso, así que sería una pena tirarlo.

Hoy, con todos vosotros, os presento a...

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¡Wendolyn!

¿Alguien se había percatado del nombramiento de cierta vecina de Cynthia? Wendolyn Junn, quien a primera vista puede parecer terriblemente adorable, puede que os sorprenda cuando la conozcáis mejor. Su mayor deseo es conocer el palacio. Cree que debía de haber nacido en una familia rica, sino en la realeza. Sueña con tener un marido, o como ella cree, un príncipe azul. Tiene dieciocho años y demasiadas metas imposible en la vida... O quizá no tan imposibles.

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[El por qué de dibujar este personaje: Se puede intuir que Wendy no es uno de los personajes principales. Entonces, ¿por qué gasto mi tiempo en dibujarla? Simplemente, empecé dibujando un rostro y una posición. Pensé, ¿quién puede estar así? ¿Por qué no Wendy? Y al final, resultó ser Wendy.]

PD: En teoría, su pelo es rizado. Pero no se me da bien dibujar rizos D:

Recuerda... Sus ojos son marrones y su  pelo negro. Recuerda lo que contó Tyron. Esos rasgos son propios de las familias no-ricas.

martes, 2 de octubre de 2012

Dakio ~o~ Niria

Dakio volvía sonriente de su caminata por el bosque. Había salido temprano y regresó con un conejo como recompensa. Movimientos silenciosos, dos pasos ágiles, una tajada fortuita con la navaja y zas, ese día comían un rico conejo a la cazuela. A su hermana no le gustaba del todo que cazara así.
-Algún día un animal te pegará un buen mordisco y te comerá él a ti –le decía-.
Pero, a la muy lista sí que le gustaba comer conejo fresco y churruscado, claro. Cuando fue a cruzar el portón de entrada a la fortaleza, dos caballeros se interpusieron en su camino.
-Alto en nombre del Lord –dijo uno, cortándole el paso con una espada-. ¿Qué llevas en esa bolsa?
Dakio llevaba el cadáver en un saco de tela roída. Lo sacó y se lo mostró a los guardias.
-Me lo encontré de camino al Poblado del Norte, muerto en medio del paso –mintió-.
Cazar en esos bosques era ilegal. Aunque sólo lo era si te pillaban. Los hombres le miraron con desconfianza, pero se apartaron del camino.
-Está bien, pasa –gruñó el otro-.
Dakio sonrió satisfecho cuando les hubo dado la espalda a los guardias. Siempre se tragaban el mismo cuento. Al llegar a casa, su madre examinó la presa.
-Un tajo en el cuello –dijo examinando el cadáver-.
-Eso es –respondió Dakio, aunque no hubiese sido una pregunta-.
-¿Nunca te cansarás de matar bichos?
Su hermana apareció en la cocina, malhumorada, por lo visto. Él levantó la vista para encontrarse con la mirada de Niria.
-Cállate, hermanita, que luego bien que te lo comes –dijo a la defensiva-.
Niria y Dakio eran gemelos idénticos. Los dos tenían esos ojos dorados con destellos grises y ese pelo cobrizo, y a pesar de todo, se llevaban como el perro y el gato. La tozudez y el orgullo de ambos alcanzaban límites insospechados.
 -¿Y quién lo cocina, majo?
-Anda, no mientas, que es mamá la que lo limpia, tú sólo lo metes en el puchero.
-¡Basta ya los dos! –puso orden Agatha, su madre. La mujer se pasaba el día interrumpiendo las peleas de los hermanos. Llevaba el pelo recogido en un moño flojo mal hecho, y en su cara se notaba el paso de los años y el estrés gracias a multitud de arrugas y manchas- Poned la mesa, sin discutir, a poder ser.
Niria dio la espalda a su hermano con gesto orgulloso y la cabeza alta mientras colocaba platos y cubiertos. Él sonrió para sus adentros. Era muy divertido ver a Niria enfadada. Se le hinchaban los carrillos y el entrecejo se le arrugaba. Sin contar cuando bajaba enfurruñada los escalones de la entrada, dando zancadas con los puños cerrados. Y aún así se creía una señorita, una dama a la que no se debía ofender. Él se ocupaba de bajarle el ego, o eso creía.

~o~

Niria estaba terminando de abrocharse la capa cuándo la puerta se abrió.
-¿Es que no sabes llamar? -su hermano había irrumpido en la habitación- ¿Y si me encontrase desnuda?
Dakio arqueó una ceja.
-No vería nada que no haya visto ya –dijo con una sonrisa burlona-.
Ella emitió un bufido y terminó de vestirse.
-¿Querías algo?
-Antes de verte, no –seguía mostrando esa incómoda sonrisa. No auguraba nada bueno-.
Niria suspiró y pasó por su lado, dejándole atrás. Él la siguió.
-¿A dónde vas? –preguntó curioso-
-A por fruta, no creo que te interese. A ti te va más capturar cosas que se mueven.
Agarró un mego y salió de la casa, cerrándole la puerta en las narices a Dakio. Necesitaba respirar aire limpio, fuera del ambiente cargado de su casa. Su padre había muerto en la mina hacía cinco años, cuando ella tenía quince. Dakio y Niria no eran más que dos críos consentidos, y que su padre muriera significó que tendrían que comenzar a valerse por ellos mismos. Él traía el dinero y la comida a casa, y su madre tuvo que encontrar trabajo. Pasaron hambre  y frío durante un invierno entero, hasta que Agatha salió de la depresión y los gemelos aprendieron  a cuidar el uno del otro... Y se cuidaron un par de años, superando la pérdida juntos, pero al paso del tiempo empezaron a encontrar sus diferencias, y hasta la fecha.
-¿Tú no sabes que una puerta puede abrirse girando el pomo? –dijo una voz conocida-
Niria se giró, y su expresión delataba su desagrado.
-¿Me has seguido? –estaba acostumbrada a que su hermano hiciera cosas así, pero no dejaba de incomodarla-
-Es lo más probable -sacó una mano de detrás de la espalda y tiró al mego una brillante manzana verde-. Te ayudo a recolectar.
Se quedó perpleja por un momento. ¿Dakio recolectando? Debía de ser una trampa.
-Déjame en paz –bufó la chica-. No puedo ni recoger fruta tranquila.
-Eso será porque quieres. Yo no perturbo tu paz.
“Esto ya roza lo extraño” pensó Niria. Lo mejor sería ignorarle. Agarró el cesto con fuerza y prosiguió su camino por la ciudad. Quería llegar a un campo de árboles frutales y recolectar las manzanas, que ya debían de estar maduras. Una vez allí, Dakio y ella las recogieron en silencio. Qué raro era ese comportamiento en él.
-De acuerdo. Me has ayudado, ¿qué vas a querer a cambio? –preguntó cruzando los brazos sobre el pecho-.
Su hermano la miró, haciéndose el indignado.
-Me ofendes, hermana. Mis actos han sido completamente desinteresados -Niria soltó una risotada. Eso no se lo creía ni él-. Pero, a pesar de ello, me gustaría hablar contigo...
Niria quedó desconcertada por un momento. Se puso a la defensiva instintivamente, casi sin saberlo.
-Vale, ya estamos hablando. ¿Sobre algo en particular o simplemente quieres pasar el rato?
Dakio mostró una sonrisa humilde. Niria se obligó a sonreír, pero era una sonrisa forzada que no mostraba más que desconfianza.
-Háblame sobre la rebelde. Todo lo que sepas.
Con que lo único que quería era información. No pedía demasiado, pero eso no quería decir que se la fuese a dar.
-¿Qué te hace pensar que sé algo? –inquirió perspicaz-
-Te pasas el día en el mercado, marujeando. Me juego la caza de un mes a que sabes más de lo que espero.
A Niria le dieron ganas de tirarle una manzana a la cabeza y dejarle inconsciente en medio del camino. Con suerte un carro de caballos le pasaría por encima. Lástima que todo eso sólo fueran fantasías.
-Está bien –accedió de mala gana-. ¿Qué quieres saber?
Su hermano sonrió, orgulloso de su victoria.
-Su nombre, para empezar.
-Jullie –dijo Niria, fría como el hielo. Odiaba que su hermano consiguiese lo que quería-.
-¿Jullie qué? Tendrá un apellido, ¿no? –preguntó, al parecer irritado-.
-No. No tiene apellido. Y si lo tiene, nadie lo sabe.
Dakio no estaba contento con la respuesta, pero era o eso o nada, y él lo sabía.
-¿Sabes dónde vive?
Niria hizo memoria, recordando las charlas entre mercaderes y compradores, las leyendas acerca de una chica que vivía alejada de la sociedad.
-Dicen que vive en el bosque –señaló una zona al azar-. Por ahí, lejos. La llaman la Chica Lince. Cuentan que corre muy deprisa, como una pantera, y que puede saltar desde la rama más alta de un pino.
Pocos habían llegado a verla realmente, quizá dos o tres sabían quién era, pero los cuentos se expandían, y había quien les contaba a sus hijos cuando se iban a acostar que la Chica Lince entraría a sus cuartos y los secuestraría si no se dormían. Historias que a los pequeños les quitan el hipo, y también el sueño. No eran demasiado efectivas.
Niria se preguntaba qué pensaría la chica de esas leyendas.
-Yo no te pedí conjeturas, te pedí datos reales –bufó su hermano, descontento, como siempre que ella hacía algo-.
Ella mostró un enfado considerable.
-Da gracias a que te he contado algo –gruñó la chica-. La próxima vez que me pidas un favor, sólo vas a conseguir una patada en un sitio fortuito.
Ya era malo que su hermano le pidiese algo, ¡pero que le recriminase el querer ayudarle ya era delito! Con un empujón dejó la cesta en sus brazos, agarró la larga falda color crema y lo poco que le quedaba de caridad con él y caminó con paso firme y ágil hacia la ciudad, dejando detrás a Dakio. Conociéndole, si él llevaba la cesta hasta casa, fardaría delante de su madre de que él había recogido todas esas manzanas, así que Niria se lo pensó mejor y le arrancó el mego de las manos.