viernes, 23 de noviembre de 2012

8. Cynthia

-¿Has entrado al palacio alguna vez? –le preguntó Wendolyn con los ojos brillantes-
-No –negó. El destello de los ojos de la chica se apagó, y Cynthia se sintió culpable por un momento-.
Había prometido ayudar a los Junn con alguna cosecha, y ese día estaba cumpliendo su palabra. Cortaba los tallos de las lechugas y las colocaba en la carretilla, formando una pirámide perfecta, mientras que Wendy se ocupaba de los tomates. La hija de los Junn acababa de cumplir dieciocho años, pero su actitud era digna de una niña de la edad de Míkel.
Siempre que estaba con ella, se pasaba el tiempo contándole sus sueños sobre vivir tan sólo un día en el palacio, para poder verlo.
-Dicen que las alfombras están hechas con hilo de oro, y que las copas de las que bebe Lord Izar tienen incrustaciones de diamantes y gemas preciosas –recitaba una y otra vez-.
Cynthia dudaba completamente de aquellas leyendas pueblerinas. Lo que Wendy contaba era lo que posiblemente se encontrase en el palacio del Casco Oval, la residencia del rey, pero no en un pequeño castillo de piedra mohosa como era el de Peñal Gris. Aun pensando todo esto, nunca le había quitado sus ilusiones a la muchacha. Simplemente, asentía.
Asentía y cortaba lechugas. Estaba allí para eso. Aguantar los relatos de la chica era tarea de otra persona.
-¿Tú estás prometida? –preguntó Wendy tras unos escasos momentos de silencio-
Cynthia acabó por resignarse; era imposible que estuviese callada. Quizá si le contestaba, se conformase.
-Aún no –contestó mirándola a sus ojos oscuros-. Pero mi hermana sí.
Wendolyn parecía sorprendida.  
-Qué extraño. Eres mucho mayor que yo, y a mí me prometerán pronto –parecía orgullosa de su posible compromiso-.
-Solamente tengo veintiún años, no soy tan mayor.
La chica hablaba como si Cynthia fuera una anciana.
“Y tú eres mucho menor que yo, y yo no digo nada.”
La más pequeña de los Junn tenía sólo tres años menos que ella. Tampoco era tan pequeña, pero puestos a poner etiquetas...
-Mi madre dice que a partir de los veinte es mucho más complicado encontrar esposo. Por eso me quiere prometer en seguida.
Estuvo a punto de soltarle que las palabrerías de su madre no le importaban lo más mínimo. En vez de eso, cortó otro tallo.
-Pues espero que seas muy feliz.
-Me quieren casar con uno de los hijos de esa señora que tiene un puesto en el mercado, ¿sabes quién te digo? –continuó hablando-
-Hay muchas mujeres con un puesto en el mercado –resopló Cynthia-.
-Pero ésta es especial. Aquella que tiene...
Nunca supo si los dioses habían respondido a sus plegarias o sólo era una interrupción oportuna. Gina gritaba su nombre al otro lado del huerto, cortando las palabras de Wendy... Y haciéndola callar.
-Debo irme –se excusó-. Mi madre me llama.
La chica puso un gesto de tristeza al ver cómo Cynthia se alejaba.
“En mi ausencia puedes hablar con los tomates. Acabarán tan aburridos como yo.”
Wendolyn Junn era una chica agradable y dispuesta a ayudar en lo que hiciera falta, pero sus ganas de parloteo sacaban a la pelirroja de quicio, y lo peor era que cada año que pasaba, esas ganas aumentaban. Ella prefería el silencio y la tranquilidad, la relajaba el sonido del aire. Cuando el silencio era absoluto, incluso podía escuchar el agua del río de la Gran Manta. Pero lo único que escuchaba en aquel momento eran los gritos casi histéricos de su madre.
-¡Cynthia! –exclamó- Llevo un buen rato llamándote.
-Lo siento, madre –se disculpó agachando la cabeza-. No te había escuchado.
“No te escuchaba porque Wendy me estaba llenando la cabeza de cháchara inútil.”
-Espero que al menos hayas hecho un buen trabajo en el huerto de los Junn –Cynthia asintió. Había llenado un par de carretillas con lechugas-. Ve a casa a cambiarte.
-¿Madre, qué ocurre? –la interrumpió-
Si quería que se quitase la ropa llena de tierra y de sudor, era porque la mandaría ir a algún sitio o porque...
-Tienes visita –antes de que Cynthia pudiese preguntar nada, Gina prosiguió-. Es un chico que dice conocerte, aunque yo no lo había visto nunca –la cara de su madre reflejó una mueca. No le agradaba el invitado-. Quiere hablar contigo.
-¿Quién es?
-Te acabo de decir que no le conozco –replicó su madre mientras caminaba hacia la casa-. Lleva la ropa que parecen harapos, así que pensándolo mejor, no te vistas de nuevo. Aunque se sabe quién eres, sabrá quién es tu familia, y si quiere robar le va a dar igual... Haz lo que quieras.
Gina acostumbraba a decir en voz alta todo lo que se le pasaba por la cabeza. Cynthia sonrió cuando la vio alejarse, pero volvió a tensar el semblante al recordar lo extraño de la visita. No esperaba a nadie. El único chico que se pasaba por su casa a saludarla era Tyron, y a él Gina sí que le conocía, desde pequeñito. Fuera de su casa la esperaba un muchacho alto, de pelo revuelto, que tendría más o menos su edad. Se acercó lentamente, como si pudiera echar a correr en cualquier momento. Él esbozó una sonrisa que ha Cynthia le heló la sangre y se inclinó ante ella. La hija del panadero no creía lo que estaba viendo. Retrocedió un paso.
-Levántate –exigió con el tono de voz más duro que puedo. Quería aparentar todo menos miedo-. No soy alguien ante quien tengas que inclinarte.
Obedeció y se irguió. Los destellos grises de los ojos del chico infundían respeto, pero a la vez era una mirada inofensiva. Cynthia creyó notar que hizo ademán de reírse, pero se contuvo. Sabía que acabaría mal si se reía.
-Eres Cynthia Elovi, hija de una de las familias más ricas del reino. ¿Ante quién me voy a inclinar sino?
-Ante Lord Lionel, quizá –contestó la pelirroja-. ¿Puedo saber quién me presenta sus respetos?
-Oh, por supuesto. Perdona mi descortesía. Soy Dakio Barck, hijo de mineros –mostró una sonrisa afable-.
“Dakio... Dakio Barck... Señor Barck...”
Intentó recordar de qué le resultaba familiar aquel nombre, pero no lo consiguió. En su lugar, lo preguntó.
-¿Por qué sabes quién soy pero yo no te conozco? –preguntó perspicaz-
Dakio soltó una risotada.
-A parte de porque todos conocen a la hija de Alfrred Elovi, porque yo presto atención a la gente que me rodea cuándo estoy en una cueva.
“Cueva. La Cuevona.”
Examinó al chico con la mirada, buscando algún arma que se viese a simple vista. No encontró nada.
-Pasa. Rápido.
Dakio obedeció. Entraron en la casa y se sentaron, uno frente al otro.
-Bien, sabes quién soy. ¿Qué quieres? –preguntó Cynthia-
-Hablar –respondió el chico, acomodándose en la silla. No esperó a que le preguntaran nada más-. Doy por supuesto que tienes buena memoria y que no se te habrá olvidado la reunión pasada – ella asintió-. Recordarás que una chica se sobresaltó bastante, ¿no?
La hija del panadero tardó unos instantes en encajar las piezas en su mente.
“Está hablando de Jull.”
No sabía qué contestar. Porque no sabía qué quería el chico de ella. ¿Y si hablaba más de la cuenta? No. Primero debía conocer a quién tenía delante.
-¿La que se subió al atril dando voces? –intentó sonreír, aunque no sabía si lo consiguió-
-Esa misma –contestó Dakio, devolviéndole lo que pareció una sonrisa-. ¿La conoces de algo?
-De verla en las reuniones.
“No sé quién es. No debo fiarme de él.”
El muchacho contestó con una risita.
-Qué casualidad, yo también la conozco de eso.
Era evidente que sabía que Cynthia tenía información de más.
-¿Por qué crees que sé algo? –se acomodó en la silla, mirando al chico fijamente a los ojos. Era un duelo que debía ganar-
Dakio le sostuvo la mirada. La inquietaban esos ojos penetrantes. Parecía que él había ganado la batalla, y estaba orgulloso de ello.
-¿Por qué no iba a saberlo? Bueno, da igual. También sé que llevas los mensajes a los internos, que montas a caballo y que tu hermano está durmiendo en el piso de arriba.
______________________________
[Hola, bichitos. Sé que os tengo muy abandonados D: Pero ya voy a visando que estoy de exámenes, y que la semana que viene me será completamente imposible subir capítulo nuevo. Y después de estos, tendré los trimestrales, que serán peor... En fin, que si no aparezco hasta Navidad, no os extrañéis, pequeños míos.]

miércoles, 7 de noviembre de 2012

Dymas

Se empezaba a levantar un ligero viento. Dymas miró al cielo.
“Espero que no se avecine tormenta.”
Unas nubes grises amenazaban en el horizonte, pero no parecía que quisieran acercarse.
-¿Padre? –la voz de Zachary sacó al hombre de sus pensamientos. Desvió la mirada hacía la de su hijo- ¿Has visto algo?
No recordaba cuánto tiempo había estado mirando al cielo.
-Nada que se pueda cazar, Zach –él y sus dos hijos habían salido de caza, pero no estaba siendo muy productiva. Los pájaros echaban a volar en cuanto Ellias se acercaba un poco a sus árboles, era un chiquillo de pisadas fuertes. Los ciervos mantenían una distancia prudencial entre el grupo y su piel, de manera que no podían alcanzarlos de no ser con flechas, y ni Zachary ni Ellias eran lo suficientemente certeros como para disparar al animal. Era su día de caza, no podía ensuciarse las manos él-. Sólo son nubes.
El más mayor de sus hijos también alzó la mirada, intentando adivinar qué miraba que tan ensimismado le tenía, qué pasaba por su cabeza.
-¿Crees que deberíamos volver? –le preguntó-
Dymas buscó a Rhys Rothe con la mirada, y ahí estaba, cerca de él, a su derecha, así que no tuvo que buscar mucho. Rhys había escuchado la corta conversación, y sabía que la pregunta era para él.
-Sólo son nubes, Lord Dymas –repitió con una sonrisa-. Pero nubes que quizá traigan lluvia.
Lo más prudente sería dar por concluido el día de caza, y Dymas Erbey siempre hacía lo correcto. Miró a Ellias, que seguía con la mirada un grupo de aves volar entre los árboles. Cabalgó hasta situarse a su lado y le puso una mano en el hombro.
-Volveremos otro día, ¿de acuerdo?
A veces, a Ellias se le veía tan ausente que Dymas dudaba que estuviera escuchando. Era como si tuviera su propia musiquita en la cabeza y no oyese nada más. Tardaba un rato en reaccionar, pero siempre acababa haciéndolo.
-¿Me lo prometes? –pidió con su vocecita aguda, esa que tanto enternecía a su padre, una voz de un niño de cinco años-
-Te lo prometo –asintió-.
Y de verdad quería poder cumplirlo. Incluso estando en el corazón del bosque, podía ver a lo lejos las murallas de la fortaleza de Rivedey, alzándose amenazadoras. Entre ellas, Dymas se sentía seguro, y lo que era más importante, sentía seguros a sus hijos y a su esposa. Regresaron al castillo, y a medida que se acercaban, las murallas se hacían más y más altas. Cierto día, parecido a aquel, cuándo Ellias aun no había nacido, Zach miró los muros con curiosidad.
-Papá –le llamó-, ¿cómo consiguen los pájaros llegar ahí arriba? –Dymas le miró interrogante, pero con una sonrisa. Tan sólo era un niño pequeño ante una muralla grande. A él le debía de parecer gigantesca-
En el patio les esperaba Aline, que corrió hacia ellos nada más verlos.
-¡A verlo, a verlo! –gritó aun corriendo. Su pelo rojizo era mecido por el viento, pero no había quien apartara su sonrisa- ¡Quiero ver qué habéis cazado! –dijo mirando a Zach, después de Ellias y por último a su padre. Una mueca se dibujó en su rostro- No lleváis saco...
Parecía haberse percatado de la situación. Dymas vio alguien acercarse al trote, corriendo a una velocidad increíble. Como una sombra, su hermana saltó sobre sus hombros y se situó a su lado, pero eso no sorprendió a Aline. Todas esas veces en las que sus hijas se miraban e intercambiaban pensamientos, hacían pensar a Dymas que podían leerse la mente mutuamente. Y eso que ni siquiera eran gemelas, se llevaban tres años. Aline tenía nueve, y su hermana Aeryn tenía doce.
-Sí llevamos saco –aclaró Ellias-, pero está vacío.
El saco colgaba de la silla de montar del pequeño, dejándose mecer por el movimiento del caballo.
-¿Por qué habéis regresado tan pronto? –preguntó Aeryn, mirando la bolsa vacía-
Rhys Rothe, que seguía a la derecha de Dymas, señaló al cielo.
-Se aproximan nubes de tormenta, pequeña Aeryn –contestó con dulzura. A ninguno de sus hijos les molestaban los apelativos cariñosos de Rhys-.
Aline inclinó la cabeza todo lo que pudo para mirar al cielo.
-Entonces será mejor que entréis –dijo sin cambiar de postura-.
-Tiene razón –apoyó Zach, adelantando su montura-, no queremos que se mojen los caballos.
“No importa que nos mojemos nosotros, los caballos son más valiosos” pensó Dymas con sorna. A Zachary le encantaban los caballos. Siempre que podía se escabullía a las cuadras y les ofrecía manzanas que habría cogido en las cocinas... Sin permiso alguno, claro. Hay quien a eso lo llamaba robar, pero estando en el castillo que sería suyo cuando él muriera, ¿quién le iba a prohibir nada de no ser sus padres? Y era obvio que ninguno de los dos iba a negarle a su hijo darles una manzana a los caballos, que bien se la merecían. Descabalgaron de sus monturas y las dejaron en manos de los mozos de cuadra.
Dentro del castillo, en sus aposentos, se encontraba Maia, con la vista perdida más allá de la ventana. Se acercó a ella sigiloso y le pasó un brazo por la cintura. Ella levantó la mirada, y le miró con aquellos ojos azules como mares que te hechizaban con cada pestañeo o, al menos, ese era el efecto que causaban en Dymas.
Cuando paseaba esas azules cuencas por él, de pies a cabeza, parecía vigilar cada pelo, cada rincón de su cuerpo. No sería la primera vez que pensaba que le desnudaba con la mirada. Y no la acusaba por ello, él era culpable del mismo crimen.
-Ya habéis vuelto –no era una pregunta, pero Dymas asintió de todos modos. Le retiró el pelo rubio del cuello y se lo besó-. ¿Y los niños?
-Están en las cuadras, con Rhys y Bronte –le susurró, rozando con sus labios la oreja de su esposa. Maia se estremeció-.
Bronte era el encargado de las cuadras y los caballos, y un buen amigo de Zachary.
Lady Maia Birdwhistle, su linda mujer, había dado a luz a cuatro hijos, pero seguía igual de hermosa que cuándo se casaron, haría ya tantos años. Su padre concertó el matrimonio cuando él tenía diecisiete años, al igual que el de su hermana Melissa.
“Que los dioses la tengan en su gloria.”
Hubo un tiempo en el que un pensamiento le atormentaba. Llegó a pensar que, si quería tanto a su esposa era por su parecido con su hermana, que ella mantenía vivo el recuerdo de Melissa. Pero dejó de pensar en ello cuando se dio cuenta de que era una tontería. Aun así, nunca reunió el valor suficiente para decírselo a Maia. Temía que no se lo tomara bien, que era lo más probable.
Ella le acarició la mejilla con la palma de la mano y le dio un suave beso en ésta antes de ponerse en pie. Se recogió las faldas y caminó hacia la puerta.
-¿Dónde vais, mi señora? –preguntó Dymas, un tanto perplejo-
-A las cuadras –contestó con una sonrisa-.
-¿Queréis que os acompañe?
-Gracias, mi señor, pero no hará falta. Podéis quedaros aquí... Si lo deseáis.
Maia salió de la habitación. Bucles dorados le caían en cascada por la espalda, y las ropas de seda se le ceñían al cuerpo. Dymas tuvo unas ganas repentinas de salir detrás de ella, pero se contuvo. Esperó unos instantes antes de dirigirse al corredor principal. Allí varias doncellas recorrían la estancia, preparando la mesa para cuándo los señores tuvieran hambre. Copas doradas y plateadas adornaban la mesa de vieja madera.
De repente, se acordó de sus sobrinos, Ginger y Ehla, y del pobre Terry, los hijos de Melissa...
“Melissa por aquí, Melissa por allá. Pienso demasiado en ella.”
Se frotó las sienes con fuerza. Cosas así le hacían pensar que, tras años y años, aún no había superado la pérdida. Quizá llegó a creer que sus hijos remplazarían el hueco que dejó ella, pero para cada uno había un lugar en su corazón, y el de Melissa había quedado vacío. Para siempre.

____________________________________
Perdón ._. Sé que pasó una semana en la que no he subido capítulos, y no tengo dibujos con los que recompensaros. Lo que sí tengo es algo llamado "exámenes", los odio.